
Bruno Selmi
Manuel Ocampo (1940) – Villa Gesell (2019)
Hijo único de un ferroviario que enviudó joven. Fue mecánico, vendedor de Biblias puerta a puerta, jardinero de vocación, gran lector y, en sus últimos años, buen electricista («Me faltan dos materias para obtener la matriculación», solía decir).
Vivió en Gesell cerca de la plaza Manuel Belgrano, donde escribió una serie de misceláneas que nunca publicó. No se casó ni tuvo hijos; los pocos amigos que lo frecuentaban rescataron la pila de sus manuscritos (no usaba computadora) que se irán publicando en El Blog de Gesell.
«LA ESPALDA DE UNA BAILARINA«
«Quizás llueva: nunca se sabe. Las nubes negras son fantasmas que acechan a los turistas osados, pero el viento –que en estas playas tiene una persistencia admirable– las amontona sobre el horizonte como si fueran trastos viejos. En la superficie del mar las nubes dejan manchas oscuras. Cielo y agua se juntan, a lo lejos, en un vértice oculto por la bruma. Hacia arriba y hacia abajo de ese vértice todo parece lo mismo: cielo líquido, agua sideral. Este paisaje es el único infinito al que se puede aspirar. Lo demás se cansa, se rompe, se pudre, duele».

«La arena es un arrabal del mundo, del día, de la soledad. Está sembrada de desechos teatrales, de resabios de otra realidad: conchas de berberecho surcadas de líneas de perfecta simetría, pequeñas valvas de colores llamativos, piedras pequeñas que se les adivina el tiempo en las suaves curvas de su contorno, vidrios que alguna vez constituyeron un peligro, el resto de un gran caracol carcomido por el agua y la sal. El caracol deja al descubierto sus entrañas de complejas figuras geométricas. En la orilla -todo esto es orilla– la espuma que deja el mar sobre la arena dibuja frágiles e inadvertidas formas que parecen nubes rastreras que no han levantado vuelo».

«¿Por qué hay tanto indicio de algo que ya pasó?«
«El hombre recoge las esquirlas de aquel mar, el vómito de su entraña admirable. Devuelve las conchas, los pedazos de vidrio, las piedritas de colores y se queda en la mano con el caracol. La graciosa curva imita la espalda de una bailarina, y en el ápice de la espiral imagina dos brazos tomados de las manos sobre una cabeza inclinada. Quizás haya otras formas por descubrir en este breve universo calcáreo, formas que no saldrán hoy a la luz».
«Asoma y persiste en la playa una sensación de pérdida, como el viajero que se aventura en las ruinas de una vieja civilización. El hombre renuncia a conocer la forma completa de aquello que no le fue admitido: el antiguo esplendor de lo que haya sido se ha perdido para siempre».
«Se para, entonces, frente al mar como si quisiera preguntarle algo. Si él puede encontrar estos retazos de su belleza en una playa cualquiera, ¿qué maravillas esconde en su vientre que estarán vedadas para siempre a los hombres? Le gustaría gritárselo en la cara, como un reproche, si supiera cuál es la cara del mar».
«¿Por qué debemos soportar la mezquindad de este monstruo que guarda en sus entrañas lo bello? ¿Nos hemos resignado a que nos arroje, de cuando en cuando, alguna muestra degradada de lo que posee? Las preguntas surgen y se vuelven inmateriales, se disipan en el viento».
«Aún no llueve. Aquí y allá, pequeños grupos de dos o tres personas se mantienen juntos para compensar el frío y burlar el viento. Más adelante, a unos cuantos pasos, una pareja está sentada sobre una lona verde. Las cabezas cubiertas con capuchas oscuras. Están tan cerca uno del otro que mezclan sus alientos para hablarse o para callar ante la inmensidad vacía de la playa. ¿Qué historias tejerán estos jóvenes en esta arena interminable, con este viento pertinaz, con estas nubes negras que amenazan lluvia? ¿Le rezarán, quizás, a este mar incierto?, ¿le dedicarán alguna plegaria íntima?«.
«El hombre llega hasta ellos y les da el caracol que tiene en exposición sus entrañas de compleja perfección. Ella sonríe y lo recibe. Él toma el caracol de las manos de la muchacha y lo mira, lo da vueltas. Están buscando en aquel esqueleto formas que quizás nadie haya visto. Ella levanta nuevamente la mirada y mueve los labios. El hombre oye, sin oír, que dice gracias, porque el viento impone su propio sonido sobre todo lo demás como un padre sordo y autoritario».
«Los deja y sigue caminando. En este azaroso arrabal de la belleza, el hombre se queda solo, sin nada entre las manos».
Bruno Selmi
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